Por Hal Brands
La caótica diplomacia de Donald Trump ha fascinado y horrorizado al mundo, llevando a muchos aliados a esperar que los últimos cuatro años hayan sido una extraña aberración en la ideología predominante de Estados Unidos. Sin embargo, para bien o para mal, el trumpismo forma parte de una larga tradición intelectual en la política exterior de EE.UU. que seguirá siendo muy influyente en un Partido Republicano pos-Trump.
Puede parecer extraño imaginar que Trump sea parte de cualquier tradición intelectual, ante su conducta tan idiosincrásica e ideas que parecen muy dispersas. Pero el enfoque del presidente hacia la política exterior siempre ha estado anclado a algunas ideas clave.
Primero, existe el escepticismo del presidente sobre la idea de que EE.UU. pueda o deba promover valores democráticos y los derechos humanos en el extranjero. En segundo lugar, está su deseo de fortalecer la soberanía estadounidense defendiendo al país de las influencias externas —ya sean inmigrantes o una competencia económica no deseada— que él y sus partidarios consideran una amenaza. Tercero, la política exterior de Trump prioriza la autonomía y sostiene que las alianzas y otros compromisos globales restringen indebidamente la libertad de acción estadounidense.
En cuarto lugar, el Trumpismo presenta hostilidad hacia organizaciones internacionales como las Naciones Unidas, que considera impotentes en el mejor de los casos y propensas a la cooptación de actores hostiles en el peor de los casos. Quinto, el presidente ha pedido un poder militar inigualable, pero ha manifestado su renuencia a usar ese poder en conflictos prolongados.
Finalmente, la política de Trump canaliza la ansiedad sobre la globalización, basada en la acusación de que ha empobrecido a los estadounidenses de clase media y trabajadora y expuesto al país a peligros como el terrorismo y, ahora, el coronavirus.
Trump, por supuesto, le dio un giro maligno a estas ideas. Su renuencia frente a la promoción de la democracia se convirtió en una admiración absoluta por los peores tiranos del mundo. Los argumentos de la soberanía, basados en principios, parecían xenofobia pura cuando los expresaba el presidente. El deseo de poner fin a las “guerras interminables” en Medio Oriente iba de la mano con una política beligerante que casi generó una guerra con Irán.
No obstante, Trump no fue el primer estadista estadounidense en recurrir a estos conceptos. Su pensamiento general a veces se caracterizó de “aislacionismo”, en parte porque usó la etiqueta “America First” (“Estados Unidos primero”), que tomó prestada de Charles Lindbergh y otros opositores a la intervención estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, se describiría con mayor precisión como un nacionalismo estadounidense profundamente arraigado en el pasado del país.
Colin Dueck, de American Enterprise Institute, tilda esta tradición de “nacionalismo conservador” y detecta su influencia en la política exterior republicana desde hace al menos un siglo. Walter Russell Mead lo llama “jacksonianismo” y lo remonta al séptimo presidente de EE.UU. y hasta antes.
Algunos académicos han señalado que el desdén de Trump por los valores, la ambivalencia hacia las alianzas e instituciones internacionales y la hostilidad hacia la globalización refleja aspectos del pensamiento “realista” sobre los asuntos mundiales. Pero independientemente de la procedencia exacta, las ideologías de Trump no surgieron de la nada y su notoriedad no terminará con su presidencia.
Sin duda, la marca personal de Trump se ha visto gravemente perjudicada por su derrota y su negativa antidemocrática a enfrentar la realidad. Sin embargo, perdió por muy poco, a pesar de haber manejado de manera catastrófica una pandemia, de haber evidencia abrumadora de corrupción y todas las otras razones por las que se anticipaba que perdería rotundamente. Esto demuestra que su tipo de política sobrevivirá.
Lo que es cierto en política interna es cierto en política exterior. Los principales contendientes para el liderazgo del Partido Republicano incluyen a los senadores Josh Hawley y Tom Cotton, y la exrepresentante de la ONU Nikki Haley, quienes han adoptado, en diversos grados, algunas de las principales perspectivas del presidente sobre asuntos globales. El trumpismo, sin Trump —nacionalismo sin racismo y tanto teatro—, es ahora la filosofía que más probablemente definirá el futuro de la política exterior de los republicanos.
Eso no es del todo malo, porque el nacionalismo asertivo juega un papel indispensable en el enfoque de EE.UU. hacia el mundo. La Administración nacionalista de línea dura de Trump fue la primera en señalar explícitamente que China estaba explotando la apertura de la economía global para perseguir una agenda totalmente en desacuerdo con los intereses de EE.UU. Que los nacionalistas, ya sea Trump o el senador Jesse Helms en la década de 1990, sean tan críticos frente a las organizaciones internacionales, puede dar a EE.UU. más fuerza cuando busque reformarlas.
También es saludable controlar el impulso estadounidense de promover sus valores democráticos en el extranjero, no porque hacerlo sea mala idea, sino porque hay límites a lo que incluso una superpotencia puede lograr. Y la idea de tener un poder militar abrumador, aunque se use con moderación y de manera selectiva, tiene mucho sentido estratégico.
Sin embargo, este aislacionismo también ha tenido desventajas en los últimos cuatro años. Si la hostilidad hacia la globalización y el énfasis en la soberanía llevan a EE.UU. a restringir no solo la inmigración ilegal sino la entrada de inmigrantes legales altamente calificados, como favorece Cotton, reducirá las fortalezas demográficas, económicas y culturales que hacen que EE.UU. sea tan poderoso.
La idea de reclamar la autonomía estadounidense en tiempos de terrorismo y pandemia es atractiva, pero la solidaridad y la cooperación internacional son mejores caminos hacia la seguridad.
Contrariamente a lo que el presidente a menudo afirmaba, las alianzas no enredan tanto, pero sí empoderan. Son vehículos para proyectar la influencia de EE.UU. en los rincones más remotos del mundo. Y cuando el escepticismo frente a las organizaciones internacionales hace que EE.UU. simplemente se retire de ellas, el resultado es que está cediendo influencia a otras potencias.
En conclusión, el nacionalismo puede ser una fuerza constructiva, mientras se conjugue con un internacionalismo ilustrado —la constatación de que EE.UU. no puede escapar de un mundo díscolo, sino que debe trabajar para mejorarlo— como el que Washington ha practicado habitualmente desde 1945. El mundo aún no ha visto todo de la tradición de política exterior que Trump representó. Pero la presidencia de Trump podría servir como lección, para sus herederos republicanos, sobre las virtudes y los vicios de ese enfoque.