Las crisis de refugiados del 2015 y 2022 en Europa tienen al menos una cosa en común. El presidente ruso, Vladímir Putin, jugó un papel importante en causar la primera —al bombardear a Siria— y es el único responsable de la crisis actual, con su ataque no provocado contra Ucrania.
Pero más allá de eso, las dos calamidades humanitarias son muy diferentes. Allí radica una oportunidad para la Unión Europea y el bloque debería aprovecharla.
En el 2015, la UE se dividió aproximadamente a lo largo del antiguo telón de acero. Al occidente, los Estados miembro liderados por Alemania intentaron encontrar una forma ordenada pero humana de tratar a los solicitantes de asilo, aliviar a países como Grecia en la periferia exterior del bloque, y reformar y fortalecer el sistema de refugiados de Europa en su conjunto.
Al oriente, los Estados miembro encabezados por Hungría y Polonia cerraron sus puertas a los refugiados que llegaban y luego se resistieron a los intentos de reformar el régimen migratorio de Europa. En efecto, Budapest y Varsovia le dijeron a Bruselas que la llegada de masas cansadas, pobres y hacinadas que anhelaban la libertad era un problema de Berlín, o tal vez de Bruselas, pero ciertamente no de ellos.
Estos dos Gobiernos, ambos de extrema derecha populista, utilizaron el espectro de las hordas musulmanas para lanzar una campaña de propaganda contra Bruselas y reforzar su posición a nivel nacional.
En el proceso, socavaron el Estado de derecho, las libertades de prensa y académicas y los derechos de las personas LGBTQ, entre otros. La UE inició procedimientos judiciales contra ambos países. El bloque parecía estar deshilachándose, o incluso quebrándose.
La situación es totalmente diferente esta vez. En números, la crisis actual es mucho mayor. Más de dos millones de ucranianos ya han llegado a la UE después de solo dos semanas de la guerra que Putin desató; es decir, más refugiados que los que llegaron en todo el 2015. Y se esperan millones más. Hasta ahora, en general se les ha recibido con la misma calidez y compasión.
Alrededor de la mitad de los refugiados son niños, el resto en su mayoría mujeres (los hombres ucranianos deben por ley quedarse en el país para luchar). La mayoría se ha ido a Polonia, otros han cruzado a Eslovaquia, Hungría o Rumanía. Muchos están viajando hacia lugares como Alemania.
Los polacos, que tienen una cultura similar a la de los ucranianos, los han acogido. Lo mismo ha hecho toda la UE. Con una velocidad inusual, Bruselas ha escrito nuevas reglas. Los ucranianos no tienen que solicitar asilo y obtendrán automáticamente protección durante tres años.
Pueden moverse libremente (literalmente, ya que la mayoría de los operadores de trenes no les cobran) a cualquiera de los 27 Estados miembro, donde obtendrán permisos de alojamiento, educación y trabajo.
Rara vez —si es que alguna vez— la UE ha mostrado tal armonía, coordinación y determinación. Es como si por fin se hubieran dado cuenta, como si hubiera habido una revelación desde Lisboa hasta Varsovia: es mucho más lo que une a los europeos que lo que los divide.
Eso se aplica a las amenazas —desde intimidadores despiadados como Putin hasta pandemias, cambio climático y más— y también a valores que van desde la dignidad humana hasta la democracia. Y podría extenderse a la creación de una unión militar, un ejército europeo, para intimidar —junto con la OTAN— a Vladímir Putin.
He ahí la oportunidad. Las divisiones del bloque, entre oriente y occidente, norte y sur, de repente parecen de escala suficientemente pequeña como para superarlas. La antigua inconformidad se ha disipado al menos temporalmente, reemplazada por un espíritu de solidaridad y determinación. Con suerte, los europeos reconocerán este momento histórico y lo aprovecharán.