América Latina era bastante pobre en 1980. Su producto bruto interno (PBI) por persona ascendía a solo el 42% de el del ciudadano promedio de los países ricos que llevaban la batuta, el foro conocido como el Grupo de los Siete.
Luego sucedieron muchas cosas. Desde Buenos Aires hasta Ciudad de México, los Gobiernos le dieron un giro de 180 grados a medio siglo de política económica estatista e introspectiva. Recortaron los presupuestos, vendieron empresas públicas y se abrieron al comercio y al capital extranjero. México ató su economía a Estados Unidos a través del TLCAN. Brasil y Argentina se dieron el “sí” (más o menos) a través de la cooperación Mercosur. Y China se lanzó sin freno en la compra de materias primas de la región.
Ahora avancemos hasta 2022. El PBI por persona en América Latina fue de 29% del de las naciones del G7.
Pero antes de echar culpas y decir que la región fue incompetente, consideremos lo siguiente: la producción económica del ciudadano promedio de África bajó del 17% al 10% de la del ciudadano promedio del mundo rico durante esos 42 años, medida sobre una base de paridad de poder adquisitivo. El PBI per cápita promedio en Medio Oriente se desplomó, pasando del 114% al 41% de la cifra del G7.
De hecho, a excepción de Asia del Sur y Asia oriental, el desarrollo a lo largo de la última generación ha retrocedido en la mayoría de los países que aún no son ricos. Economistas solían imaginar que la convergencia económica sería el fruto inevitable del encuentro entre el capital del mundo rico y la mano de obra barata del mundo pobre. Pero no podemos considerar que se trata de una casualidad si esta famosa convergencia no se ha materializado en muchos lugares.
Los períodos de euforia, como la década en la que parecía que China compraba todo el hierro, el cobre, la soja y la carne que Sudamérica podía producir, terminaron básicamente de golpe. Los grandes argumentos en los que unían la economía mexicana al mercado de consumo más grande y rico del mundo, tampoco derivaron en una prosperidad generalizada.
Incluso algunas de las historias más positivas parecen medio... aburridas. El PBI per cápita de India aumentó del 5% del G7 al 13% y el de Vietnam pasó del 5% al 21%. El PBI per cápita en China, el símbolo del reciente éxito económico basado en las exportaciones, aumentó del 3% al 33% del promedio del G7. Eso es progreso, pero no enriqueció del todo a China.
El triste y largo historial de intentos por alcanzar el “desarrollo” plantea preguntas que los economistas deberían tratar de responder de manera honesta, en lugar de vacilar tanto: ¿Existe un camino factible hacia el desarrollo para el mundo de los pobres? ¿Cómo es? y ¿Qué hacemos si no lo encontramos?
Otra cosa, no hagamos lo de McKinsey. El famoso tema de consultoría que habla de “invertir en capital humano es esencial para ser más productivos y unirse a las cadenas de valor globales” no ayudará a los países que no pueden darse el lujo de que todos sus hijos terminen la escuela secundaria, y mucho menos que vayan a la universidad. Como diría Donald Rumsfeld, los países pobres necesitan estrategias de desarrollo para los trabajadores que tienen, no para los que prefieren las empresas consultoras.
El problema para los economistas indecisos sobre cómo abordar el asunto —aunque hablen mucho de “libre comercio” y “mejor gobernanza”—, es que el historial de desarrollo y las medidas implementadas en las últimas dos décadas presentan pocos precedentes que sean útiles en el nuevo mundo que se abre.
Ustedes podrían preguntarse qué pasa con la fabricación. Vayámonos a Japón y Corea, pensemos en los tigres de Asia oriental y China, en la Alemania de la posguerra: durante la mayor parte de un siglo, la fabricación para fines de exportación fue prácticamente la única estrategia exitosa para lograr una prosperidad más generalizada en los países pobres del mundo.
Esto no es una coincidencia. La fabricación tiene esa capacidad única de aumentar la productividad. Para aumentar la productividad —incluso de los trabajadores agrícolas menos educados—, solo se necesita abrir una fábrica de camisetas o juguetes de plástico en medio de un campo. Las exportaciones ayudan a superar el pequeño mercado de consumo interno. Y los ingresos de estos negocios pueden pagar la inversión en capital humano y otros insumos para subir en la cadena de valor.
Sin embargo, incluso las estrategias más exitosas del pasado parecen condenadas al fracaso. La razón es sencilla: la automatización. La economía industrial ya no tiene tanta necesidad de mano de obra, especialmente de mano de obra barata y no calificada.
No solo está sucediendo en Estados Unidos, donde el presidente Joe Biden hace todo lo posible para impulsar los trabajos de manufactura. La industria manufacturera se está reduciendo a nivel mundial. En Sudáfrica, por ejemplo, los trabajos de manufactura cayeron al 9% del empleo total en 2018, antes de que llegara el COVID-19, frente al 14% en 1990. En Nigeria, bajaron del 12% al 7%.
A pesar de lo prometedor del TLCAN, en 2018 solo el 17% de los trabajadores mexicanos se dedicaron a la manufactura, frente al 20% en 1990. Incluso en China, la participación del empleo en la manufactura cayó de un máximo del 22% en 1995 al 19.5% en 2018.
Infortunadamente, lo que los países en desarrollo tienen para ofrecer es —en su mayoría— mano de obra barata y menos calificada. Y si las retribuciones de los últimos 40 años por este recurso parecen mediocres, las nuevas generaciones de tecnología que ahorra mano de obra gracias a la inteligencia artificial harán que los próximos 40 años sean mucho más difíciles.
Olvidémonos también de la agricultura. Debido a la fe que Brasil ha depositado en la soja y la carne de vacuno, el aumento de la productividad en la agricultura empuja a la gente a abandonar el campo para buscar empleos en la economía urbana. Las economías construidas en torno a las materias primas no son la respuesta, una lección que los países latinoamericanos nunca se cansan de volver a aprender. Emplean a pocas personas y ofrecen pocos vínculos con otros sectores de la economía. Pueden estimular las exportaciones y beneficiar a unos pocos, pero la mayoría de los trabajadores, especialmente los menos educados, se quedarán atrás.
Aunque legisladores de África a América Latina tengan grandes esperanzas de que la batalla contra el cambio climático abra nuevos caminos de desarrollo, la frase “¿por qué exportar litio si podemos exportar baterías de iones de litio” no solo chocará con los viejos obstáculos de falta de capital y conocimientos técnicos que nos dio la teoría de la dependencia en la década de 1960, sino también con las nuevas dificultades que plantea la automatización.
En efecto, es más probable que el impulso del mundo rico por la descarbonización socave las opciones de desarrollo para el mundo pobre, limitando su acceso a energía barata y restringiendo las importaciones de los mercados desarrollados de lo que pueden considerar fuentes “sucias”.
Agreguemos a la mezcla el lema “compre productos estadounidenses”, el nearshoring y otros intentos estadounidenses de alejarse de la economía globalizada, y los trabajadores del mundo en desarrollo quedan en aprietos.
En Harvard, Dani Rodrik ha reflexionado más que la mayoría sobre este nexo de problemas. Ha escrito sobre lo que él llama “desindustrialización prematura”, exploró los incrementos repentinos del crecimiento en algunos países africanos, que no lograron generar muchos empleos altamente productivos, y evaluó cómo las cadenas de suministro globales han sido de poca utilidad para su abundante mano de obra barata.
Su conclusión, después de examinar las alternativas, no es particularmente optimista: los países en desarrollo deben descubrir cómo construir el desarrollo en torno a sus empresas nacionales de servicio, que emplean a la mayoría de sus trabajadores. Porque poco más hay por ahí. Como él mismo dijo: “Es la única respuesta posible que se me ocurre”.
El camino no es obvio: se necesitan políticas para aumentar la productividad de un sector relativamente improductivo que tiene pocos incentivos para mejorar. Estos negocios son generalmente pequeños y, a menudo, informales (minoristas, restaurantes, tal vez clínicas y hoteles) limitados por una base de consumidores nacionales pobres y una inversión limitada, extranjera o nacional.
Los Gobiernos del mundo pobre deben desarrollar esencialmente políticas industriales, pero para los servicios. Si suficientes de estas microempresas encuentran los medios para ingresar a la economía formal y crecer, impulsando el empleo, podrían anclar una clase media nacional que, a su vez, proporcionaría un mercado interno más grande para sus servicios.
En términos de posibilidades, esta parece muy improbable. “No hace que el crecimiento y el desarrollo sean imposibles”, comentó Rodrik. “Lo que es imposible son los milagros de crecimiento muy rápido que hemos evidenciado”. Sin embargo, lo que da en el clavo es su advertencia: “Si no hacen eso, será aún peor”. ¿Cómo afrontaría el mundo la pobreza si es un destino ineludible?
Por Eduardo Porter