Las mujeres usaban tiaras y los hombres medias de lujo. Mi colega se vistió de banano, y un recolector de basura era agasajado con donaciones.
¿De quién fue la idea de ponerle disfraz a los perros? ¿Y a dónde van esas reinas de la samba a las 6:30 de la mañana? Como siempre, Brasil mostró sus mejores galas durante el carnaval de este año, la fiesta callejera que captura a la nación en su mayor irreverencia, incluso cuando los funcionarios pregonan sus peores instintos.
Analicemos al alcalde de Río de Janeiro, opositor del carnaval, Marcelo Crivella, un devoto evangélico protestante cuya contribución a la festividad fue vestirse de paladín fiscal. Siendo un pastor evangélico para quien la celebración que antecede a la cuaresma se encuentra entre la distracción y la degradación, Crivella no condenó la festividad.
En cambio, recortó los fondos para el concurso, negó los permisos para docenas de desfiles callejeros y se mantuvo a distancia de la alegría ritual en la que han participado incontables alcaldes antes que él.
La aversión de la mayor autoridad de Río a su festividad más amada contrasta con la cultura de la tierra donde el Carnaval, más que una marca nacional, es parte del espíritu del tiempo. Sin embargo, las sensibilidades brasileñas están cambiando.
Crivella hace parte de una revuelta popular por parte de un grupo demográfico conservador y enojado, basado en la biblia y que quiere un arma en cada hogar, que puso a un foráneo de derecha en la presidencia del país y tiene poca paciencia con el desordenado multiculturalismo del orden liberal internacional y sus fiesteros.
Parece buena gestión fiscal. De hecho, es rectitud nominal disfrazada. El Carnaval de Río es la fiesta más representativa de Brasil, la principal atracción para los turistas internacionales, una inyección de vitamina para una ciudad que sigue estancada en tres años de postración económica.
Río atrae 30% de los 6,780 millones de reales (US$ 1,800 millones) de ingresos por turismo que Brasil espera generar este año, de acuerdo con un estudio de la Confederación Nacional de Bienes, Servicios y Turismo. Por ende, recortar presupuesto del carnaval de Río es timar a Brasil.
"Crivella no entiende la diferencia entre sus creencias privadas y su rol público", me dijo el antropólogo y reconocido erudito del carnaval Roberto DaMatta. "Como alcalde, es parte del elenco del carnaval".
Además, la financiación privada no es la gracia redentora. Los maestros del carnaval de Río han acudido por mucho tiempo a los millonarios patrocinadores para financiar el concurso oficial al estilo de Broadway en el sambódromo de Río, la pasarela de 700 metros donde gigantes equipos o escuelas de bailarines, tamborileros y bardos marchan hacia la gloria acompañados de carrozas, en un estadio lleno de 60,000 espectadores.
La práctica ha convertido a las escuelas de samba en carteles rodantes para la mercadería corporativa, o peor. En el 2006, Hugo Chávez, de Venezuela, patrocinó el desfile de una escuela, un guiño con lentejuelas al ahora desaparecido poder blando bolivariano; y en 2015, la tradicional escuela de samba Beija Flor bailó como cortesía de Guinea Ecuatorial, una de las dictaduras más despiadadas del mundo.
Afortunadamente para Brasil, la mojigatería no va con la samba, y la creatividad ahogó las penurias. Los juerguistas de Río no le pusieron mucha atención a su aguafiestas dirigente, e incluso convirtieron el oscurantismo oficial en el objeto de risas y burlas alegres.
Los momentos más vivaces del carnaval de este año ocurrieron en fiestas de cuadra, en las que los fiesteros se tomaron las calles de un día a otro, cantando a voz en cuello sambas caseras con las que se burlaban de sus dirigentes. Mis himnos favoritos de este año: la marcha callejera del carnaval que atacaba a Crivella y "Disparen notas de música", una sátira a la agenda a favor de las armas de Bolsonaro.
Los asistentes al carnaval tuvieron muchas musas. El mismo punto ciego que permitió al alcalde de Río mezclar el púlpito con su mandato público fue el que motivó el mayor esquema de sobornos políticos conocido de Brasil, en el que muchos de los funcionarios electos y sus ayudantes se sirvieron del erario público.
Las parodias del carnaval no detienen la corrupción. Esa es tarea de las cortes, el legislativo, los medios y la vigilancia pública constante. Pero mientras tanto, que salgan los payasos.
Por Mac Margolis