Las encuestas de opinión, le insinué a un alto legislador evangélico en una visita a Brasilia a principios de este año, no pintaban bien para el presidente Jair Bolsonaro. ¿Qué podría ayudar a cerrar la enorme brecha con su principal oponente antes de las elecciones de octubre? Respondió de inmediato, sentándose en la silla de su oficina. “Michelle, por supuesto”.
La primera dama se mostró renuente, nos confesó. Pero ante la menguante popularidad del presidente, los estrategas de la campaña la presionarían, al igual que sus hijos.
De hecho, el equipo más amplio de Bolsonaro ya se lo había mencionado. Luego de haber mantenido un perfil bajo durante gran parte del mandato, la tercera esposa del presidente ahora está en todas partes, desde discursos de campaña hasta el video del Día de la Madre en el que elogió las políticas gubernamentales, junto con la ministra de la Mujer, Familia y Derechos Humanos, un esfuerzo no disimulado para conectarse con un electorado difícil de complacer.
A nadie pareció preocuparle que, al recurrir a su esposa y (actualmente) a la única ministra del gabinete para conectarse con el 53% del electorado, el presidente también ofreció un recordatorio de cuán periféricas permanecen las mujeres en la política brasileña, al menos hasta que su presencia sea conveniente.
Relativamente joven, de 40 años frente a los 67 del presidente, Michelle Bolsonaro es más agradable a la vista, tradicional y evangélica. Pasando por alto sus traspiés económicos y sus comentarios misóginos, homofóbicos y racistas, suaviza las asperezas de su esposo y mantiene la conversación sobre temas apolíticos como la familia y la religión.
El mes pasado, en el lanzamiento de la campaña de reelección de Bolsonaro en Río de Janeiro, mostró lo que podía hacer. Animada a dirigirse a la multitud, entre las invocaciones religiosas, les dio a los votantes un vistazo de la vida en la casa de Bolsonaro. Duerme mal, les dijo, preocupado por el país. Cuando él se va, ella reza en su silla para pedir coraje y fuerza para el presidente. Él es, le confió a la audiencia vestida con un traje verde bandera, “un elegido de Dios”. Siguen aplausos atronadores.
El problema que se supone que debe solucionar es obvio. Cuando falta poco más de un mes para la primera ronda de votaciones programada para principios de octubre, Bolsonaro aún va a la zaga del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, particularmente entre las mujeres más jóvenes, que lo rechazan de forma significativa. Quizás no sea una gran sorpresa para un candidato que una vez le dijo a una legisladora rival que era demasiado fea para ser violada.
También necesita mejorar su suerte con los votantes evangélicos y aquí, nuevamente, Michelle es clave. Los evangélicos constituyen aproximadamente un tercio de la población brasileña y sus líderes comunitarios han aprovechado al máximo su influencia política. Al carecer de una base de apoyo político establecida, Bolsonaro ha cortejado durante mucho tiempo a los elementos más conservadores, incluidas figuras influyentes como el televangelista Silas Malafaia.
Aunque es nominalmente católico, el presidente fue bautizado en el río Jordán. Nombró a un pastor para servir como ministro de Educación (hasta que surgieron acusaciones de corrupción) y a otro para la Corte Suprema. El aborto, la identidad de género y la educación en el hogar se han incluido en el discurso político, temas divisivos que dicen más sobre los esfuerzos del presidente para presentarse como un defensor de los valores tradicionales que de las preocupaciones de los votantes.
En Río, en un evento de la “Marcha por Jesús” a la que asistió con su esposo, la primera dama de este Estado secular vestía una camiseta estampada con la bandera brasileña y las palabras “Ora por Brasil”. Mientras tanto, los activistas de Bolsonaro hicieron circular rumores falsos sobre la intención de Lula de cerrar iglesias.
Parece estar funcionando. La brecha con Lula se está estrechando. De 25 puntos porcentuales en mayo, según las cifras de una encuesta de Datafolha sobre la intención de voto en una segunda vuelta entre los dos principales candidatos, la diferencia se redujo la semana pasada a 17 puntos porcentuales.
El número de personas que dicen que “de ninguna manera” votarían por Bolsonaro se redujo del 54% al 51%, mientras que el rechazo a Lula ha aumentado. Las encuestas sugieren que el presidente está ampliando su ventaja entre los votantes evangélicos, la clase media y reduciendo su desventaja entre las mujeres.
De acuerdo, no todo se debe a Michelle. Por un lado, las disposiciones sociales más generosas que Bolsonaro ha introducido para proteger a las familias más pobres de la inflación atraen a los hogares encabezados por mujeres que no solo están creciendo como proporción del total, sino que experimentan inseguridad alimentaria con mayor frecuencia.
Como señala Jeff Garmany, profesor titular de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Melbourne, Bolsonaro también estaba tan mal en las encuestas entre las mujeres que habría sido difícil que empeorara y, aunque a la primera dama le va bien con los partidarios existentes, es difícil para saber si logra cambios de opinión.
Creomar de Souza, fundador de Dharma Political Risk and Strategy, señala que este es uno de los mayores problemas de la campaña: si bien puede hablarle a la base, es menos claro que llegue a quienes están fuera de la burbuja que apoya a Bolsonaro.
Margen de mejora
Al ser consultados sobre su evaluación del Gobierno de Bolsonaro, los votantes más ricos y los evangélicos aún brindan, por mucho, los veredictos más generosos.
Obviamente, el presidente estará feliz con cualquier progreso. Pero para Brasil, es mucho menos claro que estas sean buenas noticias. En su desesperación por atraer votantes evangélicos, Bolsonaro —cuyo eslogan es “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todo”— ignora la separación oficial de Iglesia y Estado, amplía las divisiones y saca a la luz la intolerancia.
A principios de este mes, la primera dama compartió un video de Lula en el estado norteño de Bahía participando en un ritual de limpieza particular de las religiones afrobrasileñas, con el mensaje de indignación: “Esto, lo podemos hacer, pero que yo hable sobre Dios, no.”
¿Y para las mujeres? La estrategia tiene implicaciones aún más preocupantes. A pesar de la prominencia de Michelle Bolsonaro, ellas siguen siendo periféricas y casi sin representación en esta contienda, al igual de su situación en la política brasileña en general: sujetas al acoso en las redes sociales y objeto de violencia política.
El presidente podría haber abordado su falta de atractivo entre las mujeres eligiendo a una compañera de fórmula, como la reconocida exministra de Agricultura Tereza Cristina. En cambio, optó por un militar y ha permitido una estrategia que depende de su esposa para llenar el vacío. (Lula también está presentando a su tercera esposa, la socióloga y activista —ciertamente menos tradicional— Rosangela da Silva, conocida como Janja).
Mientras tanto, Simone Tebet, la candidata más creíble en esta carrera presidencial de choque de titanes, solo cuenta con alrededor de un 2% de las intenciones de voto en las encuestas. A las personas de color les va aún peor.
Pase lo que pase en octubre, parece probable que Brasil salga más dividido y polarizado. Arreglar eso requerirá encontrar soluciones más creativas, si no radicales.
En Garanhuns, ciudad natal de Lula que está ubicada en el noreste de Brasil, conocí a tres mujeres hace unos meses que intentaban hacer precisamente eso al presentarse como un trío para un puesto único en el consejo local para sortear las limitaciones familiares y laborales. Se autodenominaron Fany das Manas, un juego de palabras que incluye el nombre de una de las tres, la abogada Fany Bernal, y la palabra informal para hermana.
Encontraron resistencia y prejuicios considerables, incluso dentro del partido que eligieron, el PT de Lula. “Solo querían a una de nosotras”, explica Bernal. De todas formas recibieron tres.