Al mantener la inflación baja y estable, los bancos centrales inspiran confianza en la economía, pero el de Estados Unidos –la Reserva Federal (Fed)– ha sufrido una espeluznante pérdida de control. En marzo, la inflación anualizada fue 8.5%, la mayor desde 1981. Cerca del 20% de estadounidenses dice que el alza de precios es el mayor problema del país. El presidente Joe Biden ha liberado reservas de petróleo para frenar el encarecimiento de la gasolina y los demócratas buscan villanos, desde codiciosos CEO hasta Vladimir Putin.
Pero la Fed tenía las herramientas para contener la inflación y no las usó a tiempo. El resultado es el peor sobrecalentamiento en una economía avanzada en los 30 años en que los bancos centrales llevan fijando metas inflacionarias. La buena noticia es que el alza ya habría llegado a su pico, pero la meta de la Fed de 2% seguirá lejana –y la forzará a tomar duras decisiones–. Los apologistas señalan que las tasas anualizadas de la eurozona (7.5%) y Reino Unido (7%) evidencian un problema global, en especial desde la invasión de Rusia a Ucrania.
Cerca del 75% de la inflación en la eurozona es atribuible a la disparada de precios de energía y alimentos. Sin embargo, Estados Unidos posee abundante gas de esquisto y su elevado ingreso hace que los bienes básicos tengan poco efecto sobre el promedio de precios. La inflación subyacente (sin energía ni alimentos) es 3% en la eurozona, pero 6.5% en Estados Unidos, aparte que su mercado laboral está sobrecalentándose: los salarios crecen a un promedio cercano a 6%.
Cuando la Casa Blanca pisó el acelerador con sus estímulos por la pandemia –equivalieron a 25% del PBI–, la Fed debió haber pisado el freno. Su indecisión provino en parte de la dificultad de proyectar el rumbo de la economía durante la pandemia y de la tendencia de los reguladores de pelear la guerra pasada y no la presente: tras la crisis financiera del 2007-2009, predecir el retorno de la inflación era cosa de miedosos. Pero la inacción de la Fed también refleja un pernicioso cambio en los banqueros centrales a nivel global.
Muchos están insatisfechos con la rígida labor de administrar el ciclo económico y quieren asumir tareas más glamorosas, desde combatir el cambio climático a emitir divisas digitales. En la Fed, el cambio se palpó en promesas de que buscaría una recuperación “amplia e inclusiva”. Ese viraje retórico ignoró lo que se enseña en las facultades de Economía: los bancos centrales no pueden controlar la tasa de desempleo ante la que la inflación empieza a subir.
En setiembre del 2020, la Fed codificó su nueva postura al prometer no elevar las tasas de interés hasta que el empleo haya alcanzado su máximo nivel sostenible. El resultado fue un embrollo del que la entidad ahora trata de salir. En diciembre, proyectó elevar sus tasas en 0.75 puntos porcentuales, pero ahora se esperan 2.5 puntos. Tanto reguladores como los mercados financieros piensan que será suficiente, pero probablemente estén volviendo a ser demasiado optimistas.
La vía usual de frenar la inflación es elevar las tasas de interés desde su nivel neutral –entre 2% y 3%– hasta por encima de la inflación subyacente, es decir, entre 5% y 6%, algo no visto desde el 2007. Eso amansaría la inflación, pero sería recesivo. En los últimos 60 años, solo en tres ocasiones la Fed pudo desacelerar la economía estadounidense sin causar una recesión y nunca lo logró tras haber dejado que la inflación aumente tanto como ahora.
Por ende, una contracción en Estados Unidos pende sobre la economía global como parte de un trío de riesgos, junto con la seguridad energética de Europa y los problemas de China con el covid-19. Los países pobres y de ingresos medios tienen mucho que perder si la Fed eleva sus tasas considerablemente, porque dejarán de atraer capitales y sus tipos de cambio se debilitarán, en especial si una recesión global reduce la demanda por sus exportaciones.
¿Infligirá la Fed tal dolor económico? Muchos economistas abogan por una inflación alta porque, en el largo plazo, las tasas de interés subirán en tándem, alejándose del 0% (es difícil bajarlas debajo de ese nivel en una crisis). Una inflación estable y moderadamente por encima de 2% podría ser tolerable para la economía real, pero no hay garantía de que la Fed pueda conseguir siquiera eso. Y romper promesas tiene consecuencias.
Perjudica a tenedores largoplacistas de bonos, incluidos bancos centrales y gobiernos foráneos, que poseen US$ 4 millones de millones en bonos del Tesoro (una década con 4% de inflación anual, en lugar de 2%, comprimiría en 18% el poder adquisitivo del dinero amortizado). Incluso si en tiempos complicados Estados Unidos rompe sus promesas inflacionarias, a los inversionistas podría preocuparles que otros bancos centrales hagan lo mismo.
En los años 80, las recesiones ocasionadas por la Fed sentaron las bases de los regímenes de metas inflacionarias en todo el mundo. Cada mes en que la inflación avanza, mengua una parte de esa credibilidad.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2022