En 1999, la revista Time puso en su portada a tres pesos pesados de la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos –Alan Greenspan, Robert Rubin y Lawrence Summers– y los llamó “Comité para Salvar el Mundo”. Su logro fue detener la conmoción económica, desde Brasil a Rusia, que causaba caos en el sistema financiero global. Un asunto loable, ciertamente, pero nada comparado con la tarea de quienes hoy podrían ser llamados “Comité para Salvar el Planeta”.
Se trata de Mark Carney, exgobernador del banco central de Reino Unido, Larry Fink, CEO BlackRock, la mayor gestora de inversiones del mundo, y Jamie Dimon, CEO de JPMorgan Chase, el mayor banco de Estados Unidos. Su meta es detener el calentamiento global y crear un capitalismo más justo y racional. En unos años, han sumado a la causa a más de 100 bancos centrales, a los CEO de las principales empresas estadounidenses y decenas de billones de dólares de inversionistas y de financiamiento bancario. Pero hoy están siendo motivo de escarnio.
Carney fue el primero en hacerse oír. El 2015, arrancó una frenética actividad reguladora para presionar a empresas y bancos a divulgar su exposición a los riesgos del calentamiento global. Pero también provocó reacciones en contra. El mes pasado, en una polémica presentación, Stuart Kirk, jefe de Inversión Responsable de HSBC Asset Management, atacó las “infundadas, estridentes, parcializadas, interesadas y apocalípticas advertencias” del riesgo que el cambio climático supone para los mercados financieros.
Figuras y medios conservadores, incluido The Wall Street Journal, olieron sangre. Han ridiculizado que banqueros centrales estén enfocados en los efectos de largo plazo del cambio climático y dejen de lado riesgos más inmediatos como la inflación.
Fink ha canalizado dinero a la cruzada climática de Carney –y obtenido ganancias–. BlackRock, que maneja US$ 9 billones en activos, es una gran fuerza detrás del ascenso del enfoque ambiental, social y de gobernanza (ASG). Para las administradoras de activos, ha sido una mina de oro en comisiones, pero para los inversionistas es un embrollo. Los retornos han declinado a raíz de la caída de títulos de tecnológicas, favoritos de los fondos ASG. La guerra en Ucrania ha hecho que se pase de evitar títulos de petróleo y defensa a comprarlos.
Además, el enfoque ASG está en las trincheras de las guerras culturales en Estados Unidos. El senador Ted Cruz dice que hay un “recargo Larry Flink” en el precio de la gasolina y su estado (Texas) amenaza con retirar sus recursos de fondos que boicoteen el petróleo y el gas. No sorprende que ahora Fink diga que no quiere ser “policía ambiental”.
Dimon es el arquitecto del corolario corporativo de esta bondad financiera. El 2019, como presidente del grupo de lobby Business Roundtable, lideró la redefinición del propósito de una corporación, de priorizar los intereses de los accionistas, a ponerlos a la par con los de clientes, empleados y otros. El “capitalismo del stakeholder” ha dado origen al CEO activista, quien se pronuncia sobre temas que van desde legislación electoral hasta educación sobre orientación sexual.
Generalmente, son pasadas por alto preguntas en torno a si tales inquietudes son relevantes para el negocio o si todos los stakeholders están de acuerdo con ellas. Y si el aumento de las tasas de interés detiene la recuperación económica, habría que examinar si habrá empresas que despidan a stakeholders cuyos intereses afirman que defienden.
Pero el triunvirato tiene algunos motivos genuinos para alzar la voz. Los gobiernos no están actuando para combatir el cambio climático y las empresas siguen sin tener en cuenta –o sin pagar por– sus externalidades, sobre todo su impacto en la naturaleza. Consumidores, empleados e inversionistas están cada vez más motivados por las amenazas ambientales, así como por el bienestar social, y gravitan alrededor de empresas que buscan hacer la diferencia.
No obstante, algunas de las críticas también suenan legítimas. Para abordar el cambio climático, Carney ha instado a los bancos centrales a salir de sus zonas de confort, aunque hay poca evidencia de que los sistemas financieros estén siendo desestabilizados por los costos de la transición energética. La segunda crítica válida es a la tendencia a sermonear. Los CEO deben pronunciarse cuando ocurren eventos que impactan materialmente en sus negocios y no pontificar sobre cualquier cosa que les preocupe.
Tercero, los críticos tienen razón cuando señalan que es responsabilidad de los gobiernos resolver problemas sociales. Este es un mundo desprovisto de liderazgo político inspirador, pero es algo que los votantes deben corregir en las urnas, y no multimillonarios que pasan de contrabando sus opiniones políticas en sus juntas generales anuales.
Una cosa es salvar el planeta, otra es pretender hacerlo vía comités de élites que se extralimitan en sus atribuciones. Lamentablemente, ese parece ser el futuro que Carney, Fink y Dimon tienen en mente.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2022