Los precios de los combustibles muestran la misma pendiente ascendente que los casos de covid-19 durante una ola particularmente cruel. Los de carbón y gas han tocado máximos históricos y el del petróleo se ha disparado debido al aumento de la demanda ante el desabastecimiento de otros combustibles. El aumento de los costos de la energía es, en muchos aspectos, una expresión del mismo fenómeno que ha atascado las cadenas de suministro en todo el mundo: un rebote inesperadamente fuerte de la demanda se topó con una oferta estancada.
Pero también es más ominoso que esas tribulaciones, pues shocks pasados en el sector energético han estado asociados no solo con inflación sino también con profundas recesiones, como ocurrió con las aflicciones económicas de los años 70. ¿Qué deparará la actual crisis energética?
Las consecuencias inflacionarias ya son visibles. En la eurozona, la inflación anualizada llegó a 3.4% en setiembre debido a un salto de 17.4% en los costos energéticos. La inflación subyacente (que excluye alimentos y energía) fue un modesto 1.9%. En Estados Unidos, la energía se encareció 24.8%, empujando la inflación anualizada a 5.4% (la subyacente fue 4%). Es probable que estas cifras sigan subiendo, pues el fuerte aumento de octubre aún no forma parte de las estadísticas.
El aporte inflacionario de la energía comenzará a desvanecerse cuando los precios se estabilicen –quizás pronto si el invierno (boreal) no es más frío de lo usual–. Según un análisis de Goldman Sachs, el efecto de los costos energéticos en la inflación anualizada de Estados Unidos fue de 2.15 puntos porcentuales en setiembre y probablemente suba a 2.5 para fines de año, antes de volverse ligeramente negativo para fines del 2022.
Respecto del crecimiento, el factor predominante, al menos en el futuro cercano, es el efecto sobre consumo e inversión. En horizontes temporales cortos, familias y empresas no pueden reducir fácilmente el uso de energía cuando esta se encarece, así que gastan menos en otros bienes y servicios. Según un estudio de Paul Edelstein, del banco State Street, y Lutz Kilian, de la oficina de la Reserva Federal (Fed) en Dallas, ese efecto se concentra en bienes duraderos, en particular, vehículos.
El estudio también indica que el consumo tiende a caer más de lo que se esperaría, lo que se debería a que los shocks de energía tienden a deprimir la confianza. James Hamilton, de la Universidad de California en San Diego, ha estudiado shocks petroleros y halló que un alza de 20% en el precio de la energía está asociado con una caída de 15 puntos en la confianza del consumidor. Esta ha caído 17 puntos desde abril último en una medición de la Universidad de Michigan.
Un bajón inducido por energía más cara podría mitigarse si los consumidores disponen de ahorros. Hacia fines del 2020, las familias en economías ricas habían acumulado ahorros “en exceso” equivalentes a 6% del PBI. Sin embargo, analistas de Goldman Sachs estiman que la costosa energía reducirá el crecimiento del consumo en Estados Unidos en 0.4 y 0.5 puntos porcentuales, respectivamente, este año y el 2022.
Quienes ven el tanque de gasolina medio lleno, podrían decir que la desaceleración del consumo podría ayudar a aliviar las disrupciones en las cadenas de suministro. Quienes lo ven medio vacío, podrían inquietarse porque los cortes de electricidad en lugares como China podrían resultar en más desabastecimientos.
Fundamentalmente, el daño del shock dependerá de cómo respondan los bancos centrales. Los precios de los combustibles tienden a alimentar expectativas inflacionarias de las familias. Un estudio de Kilian y Xiaoqing Zhou, también de la Fed en Dallas, indica que tales precios influyen principalmente en las expectativas de corto plazo, las cuales podrían ajustarse rápidamente cuando dichos precios caigan.
Si los precios permanecen altos por mucho tiempo, sus efectos serán mayores. Familias y empresas reducirán su exposición a la energía. Un estudio de John Hassler, Per Krusell y Conny Olovsson, del Instituto de Estudios Económicos Internacionales de Estocolmo, indica que la energía cara afecta la naturaleza de la innovación.
Las empresas dirigen sus esfuerzos de inventiva hacia la economización de insumos escasos. Cuando la energía abunda, se enfocan en innovar para ahorrar costos de capital o de fuerza laboral. Cuando la energía escasea, en cambio, hacen mayores esfuerzos en mejorar la eficiencia de su uso en la producción, y la innovación sufre –que es lo que ocurrió en los años 70–.
No obstante, también depende de lo que hagan los gobiernos para que la historia no se repita. Podrían proteger a los consumidores contra precios energéticos más altos, lo que sería popular pero postergaría la transición hacia combustibles limpios. O podrían incentivar más inversión en energías renovables, a fin de reducir la probabilidad de restricciones energéticas futuras. Una acción audaz podría ponerle fin a la costosa amenaza impuesta por el carbón, el gas y el petróleo.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2021