Para unos pocos afortunados de mediados del siglo XX, hubo una era dorada del transporte aéreo: las cabinas eran espaciosas y la tripulación, amable. Los viajes al extranjero eran glamorosos y el turismo masivo no existía. A causa del covid-19, ha retornado esa exclusividad. Los arribos internacionales de turistas están 85% por debajo de los niveles prepandemia y cerca de un tercio de las fronteras permanece cerrado.
Muchas de las restantes solo están abiertas para quienes han sido vacunados o pueden pagarse pruebas de descarte. Para aquellos que sueñan con un retorno a los viejos tiempos, podría sonar atractivo, pero para el resto de la humanidad, es una desgracia. Antes de la pandemia, el turismo representaba 4.4% del PBI y cerca del 7% del empleo en países ricos. En destinos populares como Tailandia y el Caribe, esa participación era mucho mayor.
Los viajeros de negocios permitieron a sus empleadores conquistar nuevos mercados, mientras que creaban empleos para personal hotelero y taxistas. Los estudiantes foráneos subsidiaban a sus compañeros locales, trajeron perspectivas distintas al campus y se llevaron nuevas ideas a sus países de origen. El año pasado, unos 280 millones de personas vivían fuera de sus países de nacimiento y el cierre de fronteras les impidió visitar a sus seres queridos. Muchos dieron el último adiós a sus padres moribundos vía WhatsApp.
Se supone que las restricciones de viaje son para proteger a los locales de un covid-19 importado, pero no han funcionado. Pocos países, sobre todo islas y dictaduras, pudieron mantener el virus a raya con medidas draconianas. Pero han representado un costo al reducir la presión a vacunarse con prontitud. Solo 21% de neozelandeses mayores de 12 años están completamente vacunados, frente a 68% de británicos. Los países que depositaron su fe en el aislamiento están teniendo dificultades para reabrir sus fronteras.
La mayoría tiene fronteras terrestres, y votantes. Para ellos, el aislamiento nunca fue factible y en lugar de esa medida, han adoptado un enredo de reglas confusas e ilógicas. Estados Unidos prohíbe el arribo de viajeros de Reino Unido y la Unión Europea, sus más cercanos aliados y socios comerciales, además que son dos de los lugares en los que la vacunación está más avanzada, mientras que permite el ingreso a los procedentes del Sudeste Asiático, donde la variante delta está galopante.
Tailandia impide la entrada de residentes de ciertos países y exige a los demás cumplir una cuarentena de dos semanas. Pese a ello, de los 21,038 contagios identificados el 10 de agosto, solo 19 eran importados. Una vez que una variante del virus ha comenzado a propagarse en la población local, los contagios se duplican cada dos semanas, de modo que las prohibiciones de ingreso hacen muy poca diferencia en el número total de casos detectados.
Muchos países están comenzando a flexibilizar la entrada para viajeros vacunados. Es una buena idea, aunque ha sido aplicada de manera incompetente. Algunos países están innecesariamente quisquillosos respecto de qué vacunas reconocer.
Reino Unido, que ha inoculado a sus ciudadanos con 5 millones de dosis de AstraZeneca hechas en India, se rehúsa a excluir de la obligación de cuarentena a viajeros de ese país que han sido inyectados con la misma marca. Ha donado dosis a otros países, pero no exime de cuarentenas a quienes fueron vacunados con ellas. Durante un tiempo, China solo permitió el ingreso de quienes fueron inoculados con dosis hechas allí.
Hay una mejor forma de regular los viajes. El primer principio es tenerlas abiertas “por default”, lo que no significa ingreso libre para todos aunque las restricciones deben ser limitadas, temporales y dirigidas a ralentizar la importación de nuevas variantes -en lugar de la misión imposible de detenerlas-. Si alguna se establece en un país de destino, como la delta en casi todo el mundo, las restricciones se hacen innecesarias y deberían ser levantadas.
El segundo principio es que todos los países acepten vacunas aprobadas por la OMS. Poca gente tiene la opción de escoger qué dosis recibir; prohibir la entrada a filipinos inoculados con la rusa y permitirla a quienes les tocó la de Pfizer convierte el viaje en una lotería. Discriminar en base a algo sobre lo que las personas no tienen poder de elección es injusto. También socava el esfuerzo global de vacunación ya que hace que algunas vacunas parezcan de segunda clase.
El tercero es garantizar que las reglas sean transparentes y universales, pues muy a menudo la conveniencia política se pone por encima de la ciencia. Si se aprecia que los países occidentales parecen favorecerse entre ellos y excluyen al resto del mundo, el resto del mundo tomará nota y lo recordará.
El derecho a desplazarse es una de las libertades más preciadas. Solo debería ser restringido cuando las medidas en ese sentido claramente salvarán vidas y debe ser restaurado tan pronto como viajar sea seguro. Y en la mayor parte de casos, eso significa ahora mismo.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2021