Entre todas las tribulaciones del mundo, la creciente prevalencia de la demencia podría parecer una de las menos apremiantes. Es que no avanza a la velocidad de una infección viral sino con la parsimonia del cambio demográfico, y sus efectos recién se sentirán dentro de mucho tiempo. Pero la realidad es muy diferente pues la demencia ya es una emergencia global. La sufre más gente de la que pudiera ser atendida, no tiene cura y ninguna sociedad ha concebido una manera sostenible de brindar y financiar el cuidado que será necesario.
“Demencia” es un término para un rango de afecciones con una variedad de causas. La más común es la enfermedad de Alzheimer, que representa entre 60% y 80% de casos. Usualmente empieza con lagunas mentales y leve pérdida del funcionamiento cognitivo. A medida que avanza, se pierde la capacidad de ocuparse de sí mismo y muchos necesitan atención las 24 horas mucho antes de fallecer.
Los adultos mayores tienen más probabilidad de padecerla -y la esperanza de vida ha trepado desde 30 años hace un siglo a más de 70 globalmente, y más de 80 en países ricos-. Se estima que 1.7% de las personas entre 65 y 69 años tiene demencia y a partir de ahí, el riesgo de contraerla se duplica cada cinco años. Alrededor de 50 millones de personas sufre demencia y se espera que ese número aumente a 82 millones para el 2030 y a 150 millones para el 2050. La mayoría de nuevos casos está en países en desarrollo.
Los problemas que estas cifras traerán ya se han sentido en países con población de más edad, y con mayor agudeza durante las recientes cuarentenas -dificultades para cuidar a pacientes en sus casas y las enormes cantidades de estos en asilos donde hay escasa atención individual-. La afección ya ha tenido un efecto sobre el cuidado de la salud en general. Antes de la pandemia, el 25% de camas de hospital en Reino Unido estaba ocupado por personas con demencia; no había otro lugar para ellos.
Pero no todo es malas noticias. Recientes investigaciones muestran que fumar menos, ejercitarse más y perder peso en la mediana edad redujo el riesgo de demencia en ciertos países occidentales los últimos 30 años. Y la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) ha prometido que para marzo del 2021 decidirá la licencia para una medicina, la primera en frenar el declive cognitivo en pacientes con Alzheimer. No obstante, en el futuro cercano cualquier nueva terapia solo beneficiaría parcialmente a pocos.
Es por ello que los gobiernos deben actuar ahora para atenuar el daño social y económico de la creciente prevalencia de la demencia. El primer paso es recordar la urgencia con la que muchos ofrecían abordar el problema hace algunos años. Por ejemplo, el 2013, el entonces primer ministro británico, David Cameron, convocó una cumbre que prometió financiar investigaciones a fin de hallar un tratamiento para el 2025.
En lugar de ello, la provisión de fondos se ha rezagado con respecto a los destinados para el cáncer o la enfermedad coronaria. Y dado que la pandemia dificulta la investigación y los ensayos clínicos, y absorbe recursos de otras áreas, la demencia corre el riesgo de volver a ser pasada por alto.
Los gobiernos también tienen que pensar en la atención a largo plazo. La pregunta más frecuente es cómo costearla. El esquema de seguro obligatorio de Japón, que exige a todos entre 40 y 65 años el pago de una prima, parece atractivo, pues evita penalizar a los jóvenes. Pero lo recaudado no es suficiente, de modo que la creciente carga recaerá sobre los contribuyentes. Una pregunta mucho más esencial es quién se hará cargo del cuidado de pacientes. Si es realizado con humanidad y dignidad, es extremadamente intensivo en capital humano.
La tecnología puede ayudar a aligerar el trabajo -con monitoreo remoto para que los pacientes permanezcan en casa y, quizás en el futuro, con robots que desempeñen tareas básicas-. Pero para cuidar gente con demencia hace falta gente. Ese empleo es usualmente clasificado de baja calificación y suele ser mal remunerado, aunque en realidad demanda enormes reservas de paciencia, empatía y bondad.
Debe ser mejor pagado y más apreciado, aunque ello encarezca el costo del tratamiento. En países como Japón y Reino Unido, con severa escasez de personal de salud, se tendrá que facilitar la inmigración para quienes estén dispuestos y posean la capacidad de prestar ese servicio.
Por último, la evidencia indica que hasta el 40% de casos de demencia puede retrasarse o evitarse cambiando el comportamiento a una edad más temprana. La dificultad es que las campañas de salud pública tienen un historial inconsistente y no hacen nada por la preexistencia más inflexible de la demencia: la edad avanzada.
Sin cura, con financiamiento insuficiente y un mensaje de salud pública capcioso, tal vez sea suficiente para desesperanzarse. No obstante, esto recalca cómo las soluciones a la demencia tardarán décadas para materializarse. Ese es otro motivo para poner manos a la obra de inmediato.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2020