Decir que los principales bancos centrales del mundo han estado bajo presión este año sería una gran subestimación dada la enorme presión política, recriminación pública y condena económica que han experimentado. (De hecho, debido al impacto nacional y global como consecuencia de las medidas de la Reserva Federal, he criticado su prolongada caracterización errónea de la inflación y su respuesta política inicialmente decepcionante a una amenaza económica que ya ha socavado el bienestar económico y social, y que ha golpeado a los pobres particularmente fuerte).
En las últimas semanas, sin embargo, los bancos centrales globales han recibido un bienvenido respiro, debido, en gran parte, al manejo inteligente del Banco de Inglaterra de una situación interna difícil y cierta relajación de las presiones inflacionarias en Estados Unidos. Estos desarrollos recientes conllevan lecciones importantes para el período venidero.
La creencia popular es que los bancos centrales son intrínsecamente propensos a las críticas porque su trabajo es, para citar a William McChesney Martin —quien fue el presidente de la Fed con más años de servicio (1951-1970)—, “quitar la ponchera justo cuando la fiesta comienza”.
Es decir, endurecer las condiciones financieras durante un auge económico que podría terminar en lágrimas debido a la inflación galopante. Sin embargo, este no fue el caso entre 2008 y hace un año. Durante la gran mayoría de este período, los bancos centrales mantuvieron tasas de interés ultrabajas, inyectaron repetidamente una enorme liquidez en el sistema financiero y condicionaron los mercados financieros para esperar apoyo frente a prácticamente cualquier volatilidad de los precios de los activos.
Todo esto ha cambiado en el último año con el surgimiento de una inflación alta y persistente. Los errores iniciales de la política (de análisis, pronóstico, comunicación y reacción) significaron que la Fed, en particular, tuvo que pasar bruscamente de una relativa complacencia a un superajuste, y desde el verano ha realizado cuatro alzas consecutivas sin precedentes a la tasa de interés de 75 puntos base, a la luz de una economía que ya se estaba desacelerando.
Tal carga anticipada de aumentos a las tasas seguramente atraería críticas de políticos, participantes del mercado y, lo que es más importante, de hogares que enfrentan tasas hipotecarias crecientes y empresas que enfrentan condiciones de financiamiento más duras. Las críticas aumentaron porque la inflación se mantuvo preocupantemente alta y el riesgo de recesión aumentó significativamente.
Esa crítica ha disminuido un poco en las últimas semanas debido, en principio, al manejo experto del Banco de Inglaterra de un cuasi colapso en el sistema financiero provocado por el Gobierno de la primera ministra Liz Truss que fue demasiado lejos y demasiado rápido en la reducción de impuestos. A esto le siguió una valiente postura del banco central contra el dominio fiscal —por el cual los Gobiernos obligan a los bancos centrales a financiar sus excesos—, y el riesgo moral —por el cual los mercados los empujan a subsidiar la asunción de riesgos excesivos—.
Finalmente, el informe de inflación de Estados Unidos de la semana pasada, que superó las previsiones de consenso, provocó un repunte de las acciones y los bonos que flexibilizó las condiciones financieras y alentó a más inversionistas a aceptar la posibilidad de un “aterrizaje suave” y de un menor endurecimiento de la política de la Fed.
Si bien es muy bienvenido, este respiro está lejos de garantizar que continúe. Para administrarlo bien, los bancos centrales —y la Reserva Federal en particular— harían bien en aplicar tres lecciones clave de la experiencia de este año.
En primer lugar, si bien es incómodo enfrentar críticas sobre el camino de la política para contener la inflación, esto palidece en comparación con lo que sucedería si los bancos centrales no lograran la estabilidad macroeconómica.
Específicamente, la desagradable alternativa sería una “Fed de Arthur Burns”, que lleve a la economía a un pantano de estanflación que sería mucho peor en todos los aspectos: económico, financiero, institucional, político y social. Esto es importante, ya que la Fed considera la mejor manera de modificar su mensaje, incluida la orientación de política futura, después del último informe de inflación.
En segundo lugar, dados los años de una extralimitación en la toma de riesgos de los inversionistas gracias al dinero persistentemente barato y ampliamente disponible, los bancos centrales nunca deberían subestimar la fragilidad del sistema financiero. En lugar de volver a caer en la trampa de que la política monetaria sea cooptada por la amenaza de perturbar la inestabilidad financiera, deberían estar ocupados formulando un amplio rango de escenarios de política basados en el riesgo que impliquen un mayor despliegue de medidas preventivas y, si es necesario, herramientas reactivas.
Finalmente, hablar con franqueza es particularmente importante en un momento de tanta fluidez económica nacional y mundial. También es fundamental para las instituciones que desean, como deberían, mantener su autonomía operativa en el contexto de una rendición de cuentas tensa.
El Banco de Inglaterra ha sido un ejemplo impresionante en este sentido al dejar de lado los comentarios con inclinación política y optar por la franqueza y el profesionalismo sobre la evolución y las perspectivas económicas, bien estas sean la amenaza de que la inflación suba al 13% en ausencia de respuestas políticas oportunas o la posibilidad de una recesión que se extienda hasta 2023.
Después de una racha aparentemente interminable de dinero casi gratis, así como reposiciones de liquidez amplias y predecibles, la inflación ha obligado a los bancos centrales a volver a su papel tradicional de quitar la ponchera.
Este cambio de tendencia atrasado implica un viaje inherentemente impopular de adaptación de políticas y comunicaciones. La tentación de hacer prematuramente que este viaje sea más cómodo frente a los acontecimientos recientes presentaría el riesgo de perder de vista el premio mucho mayor: restaurar el tipo de estabilidad macroeconómica que es esencial para permitir un bienestar económico alto, inclusivo y sostenible.