Echar la culpa es natural: es tentador culpar a alguien más por una metedura de pata en lugar de asumir la responsabilidad uno mismo. Pero la culpa también es corrosiva. Señalar con el dedo debilita la cohesión del equipo. Hace que sea menos probable que las personas reconozcan los errores y, por lo tanto, menos probable que las organizaciones puedan aprender de ellos.
Una investigación publicada en 2015 sugiere que una cultura Shaggy (cuya canción más popular es “It wasn’t me” o “No fui yo”) aparece en los precios de las acciones. Las empresas cuyos gerentes señalaron factores externos para explicar sus fallas tuvieron un desempeño inferior al de las empresas que se culparon a sí mismas.
Algunas industrias han reconocido durante mucho tiempo los inconvenientes de buscar culpables. El orgulloso historial de la aviación en la reducción de accidentes refleja en parte procesos sin echar culpas al momento de investigar accidentes y decisiones extremas. La Junta Nacional de Seguridad en el Transporte, que investiga los accidentes en Estados Unidos, es explícita en que su función no es culpar ni responsabilizar, sino averiguar qué salió mal y emitir recomendaciones para evitar que se repita.
Hay lecciones similares del sector de cuidado de la salud. Cuando las cosas van mal en los entornos médicos, los sistemas mediante los cuales se compensa a los pacientes varían de un país a otro. Algunos, como Gran Bretaña, dependen de un proceso de litigio en el que se debe encontrar la culpa. Otros, como Suecia, no exigen que se culpe a nadie y compensan a los pacientes si el daño sufrido se considera “evitable”.
Un informe publicado por un comité parlamentario británico el año pasado recomendó encarecidamente alejarse de un sistema basado en probar la negligencia clínica: “Es extremadamente costoso, contradictorio y promueve la culpa individual en lugar del aprendizaje colectivo”.
Los incentivos para aprender de los errores son particularmente fuertes en la aviación y el cuidado de la salud, donde la seguridad es primordial y hay vidas en peligro. Pero también existen cuando hay menos en juego. Es por eso que los ingenieros y desarrolladores de software realizan rutinariamente “autopsias libres de culpa” para investigar, por ejemplo, qué salió mal si un sitio web falla o un servidor deja de funcionar.
Hay una preocupación obvia acerca de acoger la inculpabilidad. ¿Qué pasa si el precario sitio web sigue fallando y la misma persona tiene la culpa? A veces, después de todo, la culpa es merecida. La idea de la “cultura justa”, un marco desarrollado en la década de 1990 por James Reason, un psicólogo, aborda la preocupación de que los incompetentes y los malévolos estarán libres de culpa.
La línea que traza el regulador de aviación de Gran Bretaña entre los errores honestos y los de otro tipo es un buen punto de partida. Promete una cultura en la que las personas “no sean castigadas por acciones, omisiones o decisiones tomadas por ellos que sean acordes con su experiencia y formación”. Eso reduce el espacio para la culpa, pero no la elimina por completo.
Hay dos problemas mayores al tratar de alejarse de la tendencia a culpar. La primera es que requiere mucho esfuerzo. La culpa es barata y rápida: “Fue Nigel” tarda un segundo en decirse y suena a verdad. Documentar errores y asegurarse de que los procesos cambien como resultado requiere mucha más estructura. Las autopsias sin culpas han sido durante mucho tiempo parte de la cultura en Google, por ejemplo, que tiene plantillas, reseñas y grupos de discusión para ellas.
El segundo problema es el jefe. Las personas con poder son particularmente propensas a señalar con el dedo. Un artículo reciente de académicos de la Universidad de California, San Diego, y la Universidad Tecnológica de Nanyang en Singapur encontró que las personas que están en posiciones de autoridad son más propensas a asumir que los demás tienen opciones y a culparlos por los fracasos.
Por ejemplo, en un experimento se asignó aleatoriamente a las personas los roles de supervisor y trabajador, y se les mostró una transcripción de una grabación de audio que contenía errores; también se les mostró una disculpa del transcriptor, diciendo que una conexión a Internet inestable había significado que no podían completar la tarea correctamente. La persona en el rol de supervisor era mucho más probable que estuviera de acuerdo en que el transcriptor era el culpable de los errores y que deseaba retener el pago. Poder y punitividad iban juntos.
Echar la culpa también parece ser contagioso. En un artículo de 2009, los investigadores pidieron a los voluntarios que leyeran artículos de noticias sobre un fracaso político y luego que escribieran sobre un fracaso propio.
Los participantes que leyeron que el político culpó a intereses especiales por el error tenían más probabilidades de culpar a otros de sus propios fracasos; aquellos que leyeron que el político aceptó la responsabilidad tenían más probabilidades de cargar con la culpa de su falta. Los jefes son las personas más visibles de una empresa; cuando señalan con el dedo, otros también lo harán. Si tu empresa tiene una cultura de culpar, ahí está la culpa.