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Iba a ser la mayor fusión industrial de la historia. A fines del 2000, General Electric (GE) accedió a pagar US$ 43,000 millones por Honeywell, fabricante de sistemas electrónicos para aviones, entre otros productos. La transacción recibió la bendición de las autoridades estadounidenses, que no hallaron amenazas a la competencia. Se esperaba que reguladores de otros países respetarían la decisión sobre una fusión que involucraba a dos compañías estadounidenses.
Así que causó gran sorpresa cuando la Comisión Europea, que regula la competencia en la Unión Europea (UE), la denegó el 2001. La entidad argumentó que al diversificarse, GE ejercería demasiado poder en el mercado de partes para aviones. Los reguladores estadounidenses desdeñaron la teoría de “efectos de conglomerado” de la comisión.
Ha surgido una nueva disputa trasatlántica. En marzo del 2021, la Comisión Federal de Comercio (FTC) entabló una demanda para detener la adquisición de Grail, fabricante de un test de detección del cáncer, por Illumina, una gigante de secuenciación de genes. La FTC argumentó que la adquisición perjudicaría la innovación. El pasado 1 de setiembre, el tribunal de la agencia anuló la demanda, en parte porque los test de Grail no tienen competidores. Pero el 6 de setiembre, la UE bloqueó la transacción, pese a que Grail no tiene facturación en el bloque.
Esta vez, la reacción en Washington no fue disgusto sino aplausos. El presidente Joe Biden culpa a las corporaciones por los altos precios, bajos salarios y otros males. La jefa de la FTC, Lina Khan, rechaza la filosofía antimonopolio según la cual el objetivo de la legislación es salvaguardar la competencia y el bienestar del consumidor, en favor de otra que busca proteger a competidores, reales y potenciales, así como a proveedores, trabajadores y otros “stakeholders”.
El episodio ilustra cuán audaces —y transfronterizos— se están volviendo los reguladores antimonopolio. El impacto en futuras transacciones podría ser profundo. Aunque navegar múltiples jurisdicciones no es novedad en fusiones y adquisiciones (M&A), los negociadores enfrentan un terreno más complicado que antes.
Para empezar, los reguladores se han multiplicado. El 2010, 127 países tenían regímenes antimonopolio, en 1979 eran 41. Muchos no solo evalúan la eficiencia económica de un acuerdo, sino aspectos como el “interés público”. Y están aumentando su personal. Segundo, están enseñando los músculos, en parte como respuesta a las críticas de que su flaccidez ha facilitado que las empresas se tornen demasiado oligopólicas.
La prueba A es la envergadura de las grandes tecnológicas, cuyos sólidos efectos de red (donde tamaño engendra más tamaño) hace que el viejo “estándar consumidor-bienestar” parezca, según los críticos, inadecuado para ese propósito. Esas gigantes están acusadas de realizar “adquisiciones asesinas”, dirigidas a sofocar a potenciales retadores. Hoy, esas fusiones heterodoxas, donde dos empresas que no compiten entre sí aplastan la innovación, inquietan a más reguladores.
Eso conduce a la tercera complicación. En el pasado, los lineamientos nacionales sobre fusiones dejaban en claro cuándo se necesitaba autorización —típicamente, cuando las ventas o participación de mercado superaban cierto umbral—. Hoy, un potencial competidor puede venir de cualquier parte, lo mismo que una impugnación regulatoria. Y si se temen los efectos de conglomerado o las adquisiciones asesinas, ninguna solución que no sea la retirada de la empresa fusionada de una jurisdicción sería satisfactoria.
La nueva lógica antimonopolio está detrás de una serie de recientes acciones, aparte del caso de Grail. En julio, la FTC solicitó bloquear la compra de Whitin, fabricante de apps de fitness de realidad virtual, por Meta, bajo el argumento de que está buscando “expandir su imperio de realidad virtual” de manera ilegal. Reguladores occidentales y de Asia están examinando la adquisición del desarrollador de videojuegos Activision Blizzard por Microsoft (por US$ 69,000 millones).
Nada de esto significa que las M&A estén muertas. El año pasado, hubo transacciones por US$ 3.8 billones, casi un récord. La mayoría no tendrá problemas. Illumina ha apelado y podrían darle la razón. Pese a ello, casos como el de Grail elevan los costos para todos. Según los abogados, las comisiones por posible ruptura de contratos están subiendo y los plazos antes de los cuales las partes pueden desistir exentas de responsabilidades se están ampliando desde unos pocos meses hasta 18 en el caso de Microsoft y Activision.
Mientras más demore un acuerdo, se lamenta un ejecutivo de una tecnológica codiciosa, es más probable que la ventaja innovadora se atenúe y que el otro activo clave —talento—, huya. Algunas M&A que antes hubiesen sido obvias, ya no valen la pena. Para los enemigos de los grandes negocios, como Khan, ese es el objetivo. Si eso significa declive en innovación, menor bienestar del consumidor o valor no creado para el accionista, qué mala suerte.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd,
London, 2022