En un entorno disruptivo, las empresas deben ser resilientes, ágiles y flexibles. Y la tecnología desempeña un rol muy relevante en este aspecto. “La revolución tecnológica ha estado entre nosotros por décadas, pero el COVID-19 la ha acelerado dramáticamente”, afirma Jim Hemerling, director general y socio sénior de Boston Consulting Group (BCG).
Hemerling considera que la transformación en las organizaciones debe estar orientada a un crecimiento futuro con un fuerte componente digital, pero que de todas formas debe empezar con una visión clara sobre adónde quiere llegar una empresa y cuáles son sus prioridades.
“Hace pocos años, la mayoría de las empresas concebían la transformación como un evento de una sola vez en respuesta a un problema de desempeño o una crisis. Pero ya no es suficiente pensarlo en esos términos. Ahora quizá hay que pensarla más como una carrera”, indica.
El socio sénior de BCG señala que en un mundo en constante disrupción donde se desarrollan nuevas tecnologías a cada momento es necesario que las empresas emprendan un proceso de transformación recurrente.
En el libro Beyond Great: Nine Strategies for Thriving in an Era of Social Tension, Economic Nationalism, and Technological Revolution, del que Hemerling es coautor, se propone un modelo de transformación constante que denomina “la cabeza, el corazón y las manos de la transformación”.
Cuando se menciona a la cabeza de la transformación, Hemerling indica que esto se refiere a la visión de un crecimiento impulsado por lo digital. “Todo empieza al tener claridad sobre las prioridades más importantes”.
“Con el corazón nos referimos a inspirar y empoderar a la gente. Hay que pensar en las personas no como un medio para un fin sino como un recurso muy importante en el que hay que invertir para que tengan la energía necesaria y que puedan avanzar con la transformación”, indica.
Finalmente, hay que ejecutar la transformación.”Pero no se trata solo de eso. Hay que ejecutar con agilidad”.
Polarización política
A lo largo y ancho del mundo se observa un incremento de la desigualdad y del descontento con el sistema. “Es algo que ha estado ahí durante muchas décadas, pero que en los últimos años se ha vuelto una fuerza más poderosa”, indica Hemerling.
El especialista del BCG advierte que “el sentimiento anticapitalista es muy real y las empresas lo ignoran a su propio riesgo”.
De otro lado, el nacionalismo económico ha cuestionado el consenso de dos décadas en torno a los aspectos positivos de la globalización.
“Muchos países, durante la crisis del COVID-19, padecieron interrupciones en su cadena de suministro y empezaron a pensar que quizá deberían ser más nacionalistas en ese aspecto. Además, hay muchas fuerzas políticas que impulsan un discurso de ‘mi país primero’, en lugar de abrazar la globalización”, comenta.
Esto representa una amenaza que debería ser prioritaria. “Cada vez será más desafiante para las compañías obtener sus licencias para operar en diferentes países. La política cambia de derecha a izquierda, una y otra vez, por lo que el entorno será mucho más disruptivo”, manifiesta.
Y añade: “Lo cierto es que el capitalismo ha sacado de la pobreza a más personas que cualquier otro sistema en la historia. Sin embargo, no ha funcionado de manera equitativa para todos, pues ha beneficiado desproporcionadamente a los dueños del capital”.
Este fenómeno polarizante se observa tanto en las economías avanzadas como en las que no lo son tanto. “Es necesario asegurar que el capitalismo funcione para todos y no solo para los propietarios o los accionistas”.
Hemerling considera que, frente a ello, es fundamental que las compañías y sus líderes tengan la convicción, desde un inicio, de la importancia de lograr un impacto positivo más amplio en la sociedad.