¿Y ahora qué?: Nuestras elecciones y el costo de la corrupción
Por: Katherine Gutiérrez Abanto, Economía, Universidad del Pacífico
Durante la coyuntura electoral fue común escuchar por las calles la frase “no sé por quién votar”. Después de casos como “La Centralita” en Áncash, “Los limpios de la corrupción” en Chiclayo o “Lava Jato” a una escala mayor, es comprensible que nos sintamos frustrados y desilusionados de políticos, jueces, otros funcionarios públicos y así la lista se hace larga.
A pesar del descontento, el último domingo, 8 de cada 10 electores acudieron a las urnas este domingo para votar. Pero, ¿acaso nuestra responsabilidad acaba allí? Una de las lecciones que gobiernos anteriores nos han dejado es que la corrupción no solo comprende el dinero que un funcionario público sustrae de una municipalidad o las bases que se alteran para beneficiar a un postor, sino que sobrepasa dichos límites y afecta el bienestar social. Si bien el costo es bastante alto y, según estimaciones de la Defensoría del Pueblo, de cada S/ 10 que se gastan del presupuesto público, alrededor de S/ 1 va destinado a la corrupción, las consecuencias van más allá de lo monetario.
En la literatura económica, estos costos “adicionales” son conocidos como “costos de oportunidad”, es decir, lo que se deja de hacer por cometer este acto ilegal de corrupción. En primer lugar, un funcionario corrupto baja su productividad, dado que invierte tiempo en planear su hazaña, de modo que no lo descubran. Por ello, el funcionario deja de hacer parte de su trabajo, lo cual puede demorar otros procesos en la municipalidad, por ejemplo. En segundo lugar, si el acto se descubre se generan demoras en obras porque se tiene que licitar nuevamente, además de la menor disponibilidad de dinero para proveer bienes y servicios a la población. En tercer lugar, existe un efecto organizacional que afecta la reputación de las instituciones, dado que se crea una gran desconfianza y son muy pocos los que quieren trabajar en el Estado.
Basta con mirar algunas cifras para darnos cuenta de la magnitud del problema. Según el informe temático sobre corrupción en gobiernos subnacionales presentado recientemente por la Procuraduría Especializada en Delitos de Corrupción, de los 37,675 casos registrados, 4,225 implican a 2,059 alcaldes o gobernadores en calidad de investigados, procesados o sentenciados entre 2002 y 2014. Además, se identificó que los procesos contractuales son los de mayor incidencia (58%), ya sea en obras (53%) o bienes y servicios (47%). Por otro lado, una investigación sobre actos de corrupción en gobiernos municipales y la eficiencia del gasto público en transporte y saneamiento refleja que el efecto total de la corrupción es negativo y persistente. Si bien puede haber un aumento temporal en la provisión del servicio porque las obras sirven de pantalla para esconder el delito, este es mitigado por el efecto negativo de la corrupción misma, rompiendo así el mito de “roba, pero hace obras”.
La teoría y la práctica nos dicen que en lugares donde se tiene gobernanza limitada y poco control político por parte de la población dichos efectos aumentan. En un país como el nuestro, donde aún casi 7 millones no cuentan con acceso a agua potable por red pública o más de 8 millones no poseen red de alcantarillado, no podemos dejar que la corrupción se perpetúe. Luego de estas elecciones, hay regiones que tendrán segunda vuelta y se requiere un voto a consciencia, mas aun cuando hay procesos judiciales por delitos de corrupción sobre algunos candidatos. Es cierto que una reforma de incentivos y del Poder Judicial es apremiante, pero también tenemos responsabilidad.
Estar atentos a lo que ocurre en nuestros distritos, provincias y regiones se vuelve más que necesario. Tomémonos un tiempo para conocer a quienes nos representan ahora y sus propuestas, pues de nosotros también depende que cumplan sus promesas de manera transparente. La democracia no se ejerce cada cuatro o cinco años, sino que tenemos que seguir construyéndola día a día.